Amantes sintéticos

Stacy Leigh, s/t (s/d); © Stacy Leigh.
Amantes sintéticos
Por Pere Parramon. Entre noviembre y diciembre de 2015 la Castor Gallery de Nueva York se llena de figuras con labios sensuales, miradas sugerentes y poses sofisticadas. En primera instancia excitan el deseo, pero hay algo raro en ellas que enseguida abre un perturbador espacio de desconcierto. Y no es para menos, ya que no están vivas. Ni muertas. Al menos, no más allá de lo que la mirada del espectador esté dispuesto a conceder. More Human than Human (Más humanos que los humanos) es la nueva exposición de la fotógrafa Stacy Leigh, especializada en retratar muñecos sexuales.

Detalles de algunos de los compañeros sexuales de la empresa californiana Sinthetics: a la izquierda, el modelo masculino “Gabriel” –el mismo nombre, por cierto, del bello androide descrito en las novelas de Gaston Leroux La poupée sanglante (La muñeca sangrienta (1923)
y La machine à assassiner (La máquina de asesinar, 1923)– y a la derecha, pies femeninos, © Sinthetics.com.
Estas réplicas hiperrealistas de alta gama –sus precios rondan los 6.000 o 7.000€ y cuentan con servicios de mantenimiento y postventa a la altura de las expectativas– son objetos cuya finalidad primera es aparentemente sencilla: estimular la masturbación. Sin embargo, enseguida se hace evidente que la cuestión es mucho más compleja. De entrada, porque nos introduce en los vericuetos de la agalmatofilia –del griego ágalma (ἄγαλμα, “estatua”) y philía (φῐλία, “afecto”)–, un comportamiento sexual consistente en la inclinación amatoria hacia objetos inanimados, 2 y, por otro lado, porque nos obliga a hacer alguna reflexión sobre el efecto aparentemente contradictorio –entre el deseo y el rechazo o la repugnancia– que causan sobre las personas determinadas imágenes.

A la izquierda, Man Kissing a Sculpture of a Man’s Face (Rob Lang, s/d), © Roblangimages.com; en el centro, copia Ludovisi de la Afrodita de Cnido
(Praxíteles, c. 330 a. C.); a la derecha, Paz de la Huerta Kissing a Statue (Frances Tulk-Hart, s/d), © Frances Tulk-Hart.
Tal es el poder de las imágenes –parafraseando el estudio de referencia de David Freedberg–9. De hecho, la intensidad, el apasionamiento e incluso la violencia de las reacciones ante las estatuas es un tema tan relevante dentro de nuestro sistema cultural que incluso el acervo mitológico, que es donde se concede carta de naturaleza a las preocupaciones humanas auténticas, le reserva un espacio privilegiado. En Las metamorfosis (8 d. C.), Ovidio relata como el rey chipriota Pigmalión, enojado con las prostitutas Propétides –convertidas en piedra por la diosa del amor, ofendida tras la actitud desafiante de las mortales–, decidió que no amaría a otra mujer que a una fabricada por sí mismo. Efectivamente, se enamoró de su estatua y de nuevo actuó la olímpica Afrodita, pero esta vez convirtiendo lo orgánico en inorgánico –algo que sucedió, por cierto y para escándalo de puritanos, mientras el rey ya la acariciaba en la cama–: «el marfil palpado se reblandece y, perdiendo su rigidez, se amolda a los dedos y cede».10 La sílice que se ablanda, el frío que se templa, lo inmóvil empieza a palpitar, un despertar a la vida que, para desasosiego de mojigatos y temerosos, aparece una y otra vez en el arte y en la literatura: entre muchos ejemplos posibles, del mismo modo que el Maestro Gregorio en su Maravillas de la ciudad de Roma (c. 1230) se exclamaba ante la Venus capitolina (copia romana de un original probablemente de Praxíteles), que, de tan real, le parecía que se ruborizaba, la artista Victoria Diehl consigue no sólo aumentar el extraño erotismo de la famosa Santa Teresa y el ángel (Gianlorenzo Bernini, 1645-1652), sino invitarla a la vida de la carne y los fluidos mediante una leve y asombrosamente efectiva coloración en los labios y las mejillas (pieza de la serie Vida y muerte de las estatuas, 2003). «¡Vive!», podríamos gritar cual Doctor Frankenstein al verla… pero no, porque algún oscuro resorte de la percepción nos recuerda que estamos ante algo que desafía la lógica del cosmos tal y como creemos conocerlo.

Victoria Diehl, s/t (de la serie Vida y muerte de las estatuas, 2003); © Victoria Diehl.
Mediante la transformación en carne de la estatua de Pigmalión se superaba el aspecto más doloroso de enamorarse de un objeto inerte, la completa imposibilidad de reciprocidad, al tiempo que se vinculaba el episodio a algunas de las historias sobre Dédalo, el inventor capaz de realizar esculturas que, según escribió Diodoro de Sicilia en el siglo I a. C.,11 «parecían un ser vivo», y que separaban los brazos del tronco y avanzaban las piernas hasta hacerse autónomas,12 lo que ya ponía de manifiesto la ambición humana de elaborar estatuas indistinguibles de las personas tanto en apariencia como en movimiento. Es decir, con Pigmalión y sobre todo con Dédalo se anticipó el siguiente paso de los maniquíes de Real Doll o Sinthetics: los androides sexuales. Mientras se perfeccionan los que ya se empiezan a tener al alcance, quizá algo rudimentarios –todavía no igualamos los logros míticos–, la ciencia ficción mantiene bien vigente la fantasía del objeto fabricado por el hombre al cuál amar y hacerle el amor preguntándose hasta qué punto sus promesas o sus gemidos son mera programación previa o verdadera inteligencia artificial –sobre lo segundo explora Marta Sureda en Inteligencia artificial: Algunas teorías y su representación audiovisual (2015)–. A la izquierda, Il Casanova di Federico Fellini (1976), © Produzioni Europee Associati (PEA) y Fast Film; en el centro, diseÒo conceptual de Aaron Beck para la pelÌcula Elysium (Neill Blomkamp, 2013), © Sony Pictures y MRC, creado en Weta Workshop; a la derecha, La chambre verte (FranÁois Truffaut, 1978), © Les Films du Carrosse y Les Productions Artistes Associès.
Los amantes sintéticos despiertan el impulso sexual y, al mismo tiempo, activan resortes atávicos ante la amenaza de la muerte. Y no es extraño, ya que transitan entre lo vivo y lo muerto, pueden hacer presentes en efigie a los ausentes, y, por muy deseables que se presenten, acaban recordando con su perfección e inmutabilidad nuestra triste finitud humana. Por eso, el experto en robótica Masahiro Mori acuñó el término “valle inquietante” para referirse al desagradable espacio de extrañeza que sentimos ante una figura de aspecto humano en la que detectamos que en realidad no es humana. Precisamente coqueteaba con este concepto, aunque sin mencionarlo directamente, la artista con la que abríamos estas líneas, Stacy Leigh, cuando reivindicaba para la revista australiana Acclaim que en sus fotografías de muñecos sexuales es importante que se note que son artificiales. Por supuesto, porque sin tensión no hay arte. Pablo Sola, In Utero (2015), © Pablo Sola.
Pere Parramon,
profesor y crítico de arte
www.pereparramon.com
1 Concretamente, en los capítulos 22 (emitido en febrero de 1999) y 28 (octubre de 2001).
2 Véase: Scobie, A. y J. Taylor, “Agalmatophilia, the Statue Syndrome” en Journal of the History of the Behavioral Sciences (vol. 11, 1), 1975, pp. 49-54. Para un estudio sobre la agalmatofilia desde la perspectiva del arte, véase: González García, Juan Luis, “Por amor al arte: Notas sobre la agalmatofilia y la Imitatio Creatoris, de Platón a Winckelmann”, en Anales de Historia del Arte (2006, 16), pp. 131-150, consultable en línea.
3 Véase: Ferguson, Anthony, The Sex Doll: A History, Jefferson: McFarland, 2010.
4 Lo explican Plinio el Viejo en Historia Natural (XXXVI, 20-21), Luciano de Samosata en Imagines (4) y, conocido popularmente como Pseudo-Luciano, en Erotes (13-16), y Valerio Máximo en Hechos y dichos
memorables (VIII, 11, 1).
5 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXVI, 22).
6 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXVI, 39).
7 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXIV, 82.).
8 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXIV, 62).
9 Véase: Freedberg, David, “Imágenes que excitan el deseo”, en El poder de las imágenes: Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid: Cátedra, 1992, pp. 359-387.
10 Ovidio, Las metamorfosis (X, 240-251).
11 Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica (4.76. 1-3).
12 Lo refieren, entre otras fuentes, filósofos como Platón (Menón, 97d) y Aristóteles (De anima, 406b).
13 Pedraza, Pilar, Máquinas de amar: Secretos del cuerpo artificial, Madrid: Valdemar, 1998.