Por Pere Parramon. Entre noviembre y diciembre de 2015 la Castor Gallery de Nueva York se llena de figuras con labios sensuales, miradas sugerentes y poses sofisticadas. En primera instancia excitan el deseo, pero hay algo raro en ellas que enseguida abre un perturbador espacio de desconcierto. Y no es para menos, ya que no están vivas. Ni muertas. Al menos, no más allá de lo que la mirada del espectador esté dispuesto a conceder. More Human than Human (Más humanos que los humanos) es la nueva exposición de la fotógrafa Stacy Leigh, especializada en retratar muñecos sexuales. Eso sí, los protagonistas de Stacy Leigh –sex o love dolls, los llaman los anglosajones– no son las grotescas muñecas hinchables con vaginas y bocas en forma de buzón acolchado, cuerpo de monigote de jengibre y expresión de pasmo a las que nos ha acostumbrado un cierto imaginario sexual empujado hacia lo hilarante por una sociedad de escaparate tan puritano como lujuriosa trastienda. Los modelos que Leigh usa para sus escenas eróticas e inquietantes son los compañeros íntimos de última generación que la serie documental de la HBO Real Sex mostró para muchos no iniciados por primera vez.1 Nos referimos a la oferta de empresas como las californianas Real Doll o Sinthetics, que realizan figuras de tamaño natural y un asombroso nivel de realismo: piel suave al tacto, ojos brillantes, atributos turgentes, sólo capacidad postural anatómicamente posible y tantos detalles, presentes o no en el mundo real, como el cliente desee personalizar, desde pecas a vello púbico, pasando por múltiples reconfiguraciones genitales, colmillos de vampiro, ojos de zombi u orejas de elfo. Imposible no recordar el film Grandeur nature (Tamaño natural, Luis García Berlanga, 1974) y su protagonista enamorado de un maniquí, que se habría vuelto loco con todas estas opciones.
Estas réplicas hiperrealistas de alta gama –sus precios rondan los 6.000 o 7.000€ y cuentan con servicios de mantenimiento y postventa a la altura de las expectativas– son objetos cuya finalidad primera es aparentemente sencilla: estimular la masturbación. Sin embargo, enseguida se hace evidente que la cuestión es mucho más compleja. De entrada, porque nos introduce en los vericuetos de la agalmatofilia –del griego ágalma (ἄγαλμα, “estatua”) y philía (φῐλία, “afecto”)–, un comportamiento sexual consistente en la inclinación amatoria hacia objetos inanimados, 2 y, por otro lado, porque nos obliga a hacer alguna reflexión sobre el efecto aparentemente contradictorio –entre el deseo y el rechazo o la repugnancia– que causan sobre las personas determinadas imágenes. Si en algún momento alguien se ha sentido tentado de pensar que los últimos muñecos sexuales son sólo la expresión de una contemporaneidad que nos condena por un lado al ostracismo y por el otro a la adoración del simulacro –Jean Baudrillard dixit–, es necesario recordar que la cosa viene de lejos. Y no nos referimos a las siniestras “damas de viaje” –“dames de voyage” entre los franceses, y “Seemannsbräute” (“novias de marinero”) para los alemanes–3 que se llevaban algunos navegantes para desahogar sus añoranzas carnales en medio de largas travesías, sino a tiempos anteriores. Anteriores y fundacionales, pues fue en Grecia y Roma donde abundaron las noticias sobre personas enamoradas o enfebrecidas de deseo por las estatuas, la época que llamamos “clásica” en tanto en cuanto reconocemos en ella el modelo cultural, social y, por supuesto, artístico de nuestro Occidente actual. Dicho de otra manera, ya algunos de nuestros tatarabuelos togados sintieron suficiente calidez tras la aparente frialdad de la piedra o el metal para incitarles a confundir lo inerte con lo activo y lo no vivo con lo vivo. Y ya a algunos de sus contemporáneos la estupefacción o el horror ante tales situaciones les incitó a dejar testimonio por escrito de hasta qué punto y en cuán número las figuras artificiales son capaces de enamorar y de despertar el tipo de deseo, quizá, y dejando a un lado tabúes como la necrofilia o la pederastia, más desconcertante. Sabemos, por ejemplo, que diversas imágenes griegas de dioses fueron agredidas sexualmente por fieles cuyo fervor excedió en mucho lo espiritual: es el caso de la Afrodita de Cnido (Praxíteles, c. 330 a. C.), que quedó manchada para siempre a causa de una violación en su templo circular,4 y del Eros de la colonia de Pario del Helesponto, también maculado tras la pasión, en este caso, de un tal Alcetas.5 En Roma tampoco se estuvo a salvo de los atractivos inorgánicos: el caballero Junio Piscículo se enamoró de una de las esculturas de las Tespíades –las hijas del héroe Tespio, amigo de Heracles, que durante un tiempo pasó una noche con cada una de ellas– colocadas al lado del Templo de la Felicidad;6 el emperador Nerón se llevaba a todas partes la escultura de la amazona Eúcmenos, obra del escultor Estróngilo,7 y el emperador Tiberio reclamó el Apoxiómeno (Lisipo, 330 a. C.) en sus aposentos para disfrute personal.8 Y así podríamos continuar con los ejemplos hasta nuestros días, cuando fotógrafos como Rob Lang o Frances Tulk-Hart siguen dejando escenas como Man Kissing a Sculpture of a Man’s Face (Hombre besando una escultura del rostro de un hombre), donde una especie de Narciso de belleza apolínea se refleja en su paralelo pétreo a través del beso, y Paz de la Huerta Kissing a Statue (Paz de la Huerta besando a una estatua), otro retrato donde lo cotidiano y lo poético se conjugan mediante el contraste ambiguo de la carne y el mármol. Por muchos siglos que haya entre ellos y nosotros, los griegos y los romanos no describían nada que hayamos olvidado. Por algo será.
Tal es el poder de las imágenes –parafraseando el estudio de referencia de David Freedberg–9. De hecho, la intensidad, el apasionamiento e incluso la violencia de las reacciones ante las estatuas es un tema tan relevante dentro de nuestro sistema cultural que incluso el acervo mitológico, que es donde se concede carta de naturaleza a las preocupaciones humanas auténticas, le reserva un espacio privilegiado. En Las metamorfosis (8 d. C.), Ovidio relata como el rey chipriota Pigmalión, enojado con las prostitutas Propétides –convertidas en piedra por la diosa del amor, ofendida tras la actitud desafiante de las mortales–, decidió que no amaría a otra mujer que a una fabricada por sí mismo. Efectivamente, se enamoró de su estatua y de nuevo actuó la olímpica Afrodita, pero esta vez convirtiendo lo orgánico en inorgánico –algo que sucedió, por cierto y para escándalo de puritanos, mientras el rey ya la acariciaba en la cama–: «el marfil palpado se reblandece y, perdiendo su rigidez, se amolda a los dedos y cede».10 La sílice que se ablanda, el frío que se templa, lo inmóvil empieza a palpitar, un despertar a la vida que, para desasosiego de mojigatos y temerosos, aparece una y otra vez en el arte y en la literatura: entre muchos ejemplos posibles, del mismo modo que el Maestro Gregorio en su Maravillas de la ciudad de Roma (c. 1230) se exclamaba ante la Venus capitolina (copia romana de un original probablemente de Praxíteles), que, de tan real, le parecía que se ruborizaba, la artista Victoria Diehl consigue no sólo aumentar el extraño erotismo de la famosa Santa Teresa y el ángel (Gianlorenzo Bernini, 1645-1652), sino invitarla a la vida de la carne y los fluidos mediante una leve y asombrosamente efectiva coloración en los labios y las mejillas (pieza de la serie Vida y muerte de las estatuas, 2003). «¡Vive!», podríamos gritar cual Doctor Frankenstein al verla… pero no, porque algún oscuro resorte de la percepción nos recuerda que estamos ante algo que desafía la lógica del cosmos tal y como creemos conocerlo.
1 Concretamente, en los capítulos 22 (emitido en febrero de 1999) y 28 (octubre de 2001).
2 Véase: Scobie, A. y J. Taylor, “Agalmatophilia, the Statue Syndrome” en Journal of the History of the Behavioral Sciences (vol. 11, 1), 1975, pp. 49-54. Para un estudio sobre la agalmatofilia desde la perspectiva del arte, véase: González García, Juan Luis, “Por amor al arte: Notas sobre la agalmatofilia y la Imitatio Creatoris, de Platón a Winckelmann”, en Anales de Historia del Arte (2006, 16), pp. 131-150, consultable en línea.
3 Véase: Ferguson, Anthony, The Sex Doll: A History, Jefferson: McFarland, 2010.
4 Lo explican Plinio el Viejo en Historia Natural (XXXVI, 20-21), Luciano de Samosata en Imagines (4) y, conocido popularmente como Pseudo-Luciano, en Erotes (13-16), y Valerio Máximo en Hechos y dichos
memorables (VIII, 11, 1).
5 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXVI, 22).
6 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXVI, 39).
7 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXIV, 82.).
8 Plinio el Viejo, op. cit. (XXXIV, 62).
9 Véase: Freedberg, David, “Imágenes que excitan el deseo”, en El poder de las imágenes: Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid: Cátedra, 1992, pp. 359-387.
10 Ovidio, Las metamorfosis (X, 240-251).
11 Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica (4.76. 1-3).
12 Lo refieren, entre otras fuentes, filósofos como Platón (Menón, 97d) y Aristóteles (De anima, 406b).
13 Pedraza, Pilar, Máquinas de amar: Secretos del cuerpo artificial, Madrid: Valdemar, 1998.